JAVIER SALMERÓN, EL ABANDERADO DE BARCELONA’92: «FUE ALGO ÚNICO, EL MEJOR MOMENTO QUE HE VIVIDO»

El atleta catalán portó la bandera de España en el desfile de inauguración de los Juegos Paralímpicos en el estadio de Montjuic.

Flotando sobre el tartán, ataviado con chaqueta azul y sombrero blanco, y con una radiante sonrisa que lució durante los ocho minutos en los que portó la bandera de España durante el desfile. Javier Salmerón guarda de forma vívida y fresca en su memoria cada momento que saboreó en aquel verano mágico de Barcelona 1992. Él fue el abanderado español en los Juegos Paralímpicos que cambiaron la historia del deporte para las personas con discapacidad.

El atleta catalán ganó dos platas y luego se retiró por la falta de ayudas para continuar su carrera. Como muchos otros, también cayó en el hangar del olvido. “Discúlpame, la emoción me puede”, dice con voz entrecortada y entre sollozos. “Fue algo único, es el mejor momento que he vivido y cada vez que lo recuerdo se me escapan unas lágrimas. En 30 años, eres el primer periodista que me pregunta por ello”, confiesa desde la garita en la que trabaja como vigilante de seguridad en el Hospital Sant Rafael.

Desde pequeño siempre estuvo ligado al deporte, practicó natación, pero el atletismo fue lo que le cautivó. “Iba a cualquier sitio corriendo, era mi pasión”, asegura. Al nacer sufrió una parálisis cerebral de la parte izquierda de su cuerpo porque venía con una doble circular de cordón umbilical enrollado alrededor del cuello. Como atleta fue un autodidacta en sus primeros años, entrenaba solo, subiendo hasta el Castillo de Torre Baró, emblema del distrito de Nou Barris, donde residía.

Luego se enroló en el Club San Rafael y debutó en competición en 1986, año en el que Juan Antonio Samaranch pronunció aquella célebre ‘À la ville de… Barcelona’. “Ese día junto a mis padres lo celebramos en la calle, fue una explosión de alegría. A partir de ahí mi cabeza solo pensaba en esos Juegos, solo tenía que correr y cuidarme, me iba a dejar el alma para estar allí”, recalca. Dos años más tarde acudió a la cita paralímpica de Seúl 1988, en la que logró un bronce en 800 metros lisos. “Iba con zapatillas normales, no eran de tacos. Me costó sudor, iba cuarto y en los últimos 15 metros adelanté a mi rival para ganar la medalla”, recuerda.

Continuó cosechando metales en pruebas nacionales e internacionales hasta llegar al evento más deseado, Barcelona 1992. A solo tres días de la ceremonia de inauguración le preguntaron si quería ser el abanderado. “Me encontraba en la Villa Paralímpica con los compañeros cuando me lo dijeron. Incrédulo, les contesté que si no había nadie mejor que yo. Me respondieron que era mi ciudad y seguro sería un buen representante. No supe reaccionar en ese instante, me costó asimilarlo. Ya porté la antorcha, pero llevar la bandera de tu país era muy especial”, asevera.

El 3 de septiembre, embriagado por la magia de Montjuic, Salmerón encabezó al equipo español. “En las horas previas notas ese gusanillo en el estómago provocado por los nervios. También surgió la incertidumbre sobre si la gente respondería, pero enseguida supimos que la gente se había volcado con nosotros. El runrún se oía cuando encarabas el final del túnel, pisas el tartán, levantas la vista y ves un estadio abarrotado, era una olla a presión, se venía abajo cuando salimos”, cuenta. El entusiasmo de los 65.000 espectadores llevó en volandas a los casi 300 deportistas.

“Disfrutamos cada segundo, sentíamos que éramos capaces de todo. Me acordé de mis padres, que siempre han estado a mi lado, y de mi pareja, que ahora es mi mujer. Cuando terminó, mis familiares me dijeron si me había cambiado de nombre, porque en la retransmisión por televisión dijeron que el abanderado era el nadador ciego José Pedrajas. Después llegaron las 107 medallas, una pasada. Hicimos algo espectacular, y eso que no teníamos ayuda económica. Al final, la experiencia vivida es lo que te llevas”, subraya.

El barcelonés se colgó dos preseas de plata, una en 400 metros y otra en el relevo 4×100 junto a Julián Galilea, José Manuel González ‘Santa’ y Marcelino Saavedra. Tras ello decidió retirarse de la alta competición, pero nunca guardó las zapatillas. “Lo dejé porque no había nada de ayudas, te rompías las piernas y lo dabas todo y nunca veías una recompensa económica, todo salía de mi bolsillo. Me habría gustado seguir. Eso sí, voy a cumplir 56 años y todavía estoy corriendo, aunque sea una media hora cada día. Es mi pasión y nunca lo dejaré”

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